Estas postales retratan a habitantes de la ciudad digital, una ciudad que funciona paralelamente a la ciudad real, donde los bares, las plazas y los baños públicos han sido reemplazados por Facebook, Tinder y Grindr. Estos no-lugares virtuales permiten el encuentro cibernético de extraños que empiezan a relacionarse bajo el anonimato o una identidad frágil, donde los límites de lo permisible se difuminan y controlamos/manipulamos la información que queremos compartir al otro.













A través de estos relatos privados (vueltos públicos) se busca reflexionar (?) sobre algunas de las múltiples posibilidades al momento de relacionarnos con otros internautas a través de redes sociales y dating apps. Pero también se exponen las preguntas y desventuras personales del autor que se enfrenta al internet como un espacio-tiempo-otro donde nociones como vida, muerte, afecto y el mismo espacio-tiempo se ven alterados por reglas que no obedecen estrictamente a la realidad validada o física.

La idea es preguntar/indagar cómo, en un espacio donde la insensibilidad y tibieza es norma, los afectos todavía encuentran un lugar y nos recuerdan que seguimos siendo humanos.

Sobre el espacio difuminado:

Las dating apps como Tinder se caracterizan por funcionar en base a un perímetro establecido (máximo 160 km a la redonda aproximadamente), generando de esta manera una frontera virtual que se modifica según el usuario se desplace y mostrando exclusivamente a las personas quienes estén dentro de esa ciudad efímera. A medida que uno transita a través de la ciudad real, la ciudad digital se va modificando, eliminando habitantes y adhiriendo otros. Es necesario e interesante mencionar que según cada sector de la ciudad, los perfiles socio-económicos e incluso étnicos cambian drásticamente. Sin embargo, cuando se logra un match virtual (en el caso de Tinder) o se escribe a alguien (en el caso de Grindr), se vuelve al otro usuario parte de una micro comunidad digital (que existe solo para uno e ignora las distancias), donde permanecerá hasta que sea eliminado o cierre su cuenta.

Tinder y Grindr, arquitecturas virtuales de imposición del poder

Antes de las redes sociales y las dating apps, la calle era el principal lugar de encuentro con el otro, especialmente entre aquellos que no encontraban su identidad en su hogar, ni en su comunidad, ni en su país.













Aquí fácilmente podemos incluir a los miembros de la comunidad LGBT, una minoría permanentemente rechazada que a través de múltiples luchas logró ganar derechos, voz y espacio. Una comunidad que, sin embargo, continúa perpetuando entre sus mismos miembros signos claros de discriminación y elitismo. Una comunidad cuyos miembros también han preferido muchas veces el closet por el miedo al qué dirán y el prejuicio social. Sin embargo, al caer la noche, el LGBT siempre necesitó de la calle para existir, para encontrarse con aquellos que, similares a él, buscaban que alguien les permitiera ser. Con el tiempo, la noche se volvió la patria de los LGBT.

















Sin embargo, con el surgimiento de las ciudades virtuales, la calle ha pasado a un segundo plano y el LGBT ha regresado lentamente al encierro. La comodidad y “seguridad” de las redes sociales y las dating apps ha simplificado nuestra forma de relacionarnos. Es más, muchas veces se busca asegurar conexiones y encuentros que no pongan en evidencia la condición LGBT de sus usuarios. Las dinámicas de la ciudad virtual se han impuesto por encima de las dinámicas de la calle y esto no solo es aplicable a la comunidad LGBT, sino a toda la población que a través de un espacio virtual genere relaciones que prescindan del espacio público.

Al igual que en la ciudad física, en la ciudad virtual lo que presenta a uno es la imagen exterior. La existencia humana se simplifica en una foto y es asquerosamente superficial, sin mencionar que reproduce modelos de elitismo y discriminación típicos.













En este no-lugar donde (irónicamente) los prejuicios morales se modifican, una foto desnudo suele ser la carta de presentación de muchos, que persiguen un objetivo claro: sexo. Para ello, Grindr es una plataforma que permite auto etiquetarnos como un producto de supermercado, de esta manera se puede ser clasificado según el rol, peso, altura, edad, tribu urbana e incluso estado de VIH. Los usuarios de esta dating app predeterminan sus intereses para cazar aquello que está dentro de sus gustos y a su vez ser encontrados por otros.



















Grindr pone en evidencia una realidad de la comunidad LGBT, ya que al ser un espacio de anonimato, no hay la necesidad de ser políticamente correcto y abundan los perfiles llenos de mensajes de racismo, machismo, homofobia, misoginia, etc.
















Las dating apps como Grindr no dejan de ser estructuras arquitectónicas virtuales que someten a la urbs, imponiendo un modelo de relación “segura” que lo que realmente está haciendo es metiendo a los homosexuales en un nuevo closet, clasificándolos y alejándolos de la ciudad real. Sin darnos cuenta, Tinder y Grindr han modificado nuestras formas de relacionarnos, pasando del encuentro físico, carnal, vertiginoso, húmedo, caliente y público a uno virtual, frío, metálico y privado (o espacio público virtual).