Puedo empezar diciendo que me gusta tu nombre. Y no importa que no lo entiendas. Me basta con decir que me gusta tu nombre. Y que encuentro en tu cuerpo una odisea que me remite a un pasado que no existe, que imagino en el tránsito, un espacio paralelo a la memoria. Y puedo decir que me gusta habitarte en un abrazo, junto al calor de la ciudad que arde. Frente a eso me vuelvo vulnerable. Me gusta sentirme así. Ya hace tanto tiempo que el miedo me es ajeno, porque levantar muros es la tarea de quienes derribamos edificios. Pero no quiero contarte otra vez la historia de quienes hemos construidos en base a afectos frágiles ¿Hasta qué punto es temible la consciencia? Puedo contarte, tal vez, la historia del nacimiento de la indiferencia, el espacio entre cada latido, donde nada habita. En ese lugar no estás tú. Quise encerrarte ahí y no puedo. Porque te pienso. Y no te pienso según las palabras que otras voces me han heredado, te pienso en el tacto y en el silencio compartido. Y no me importa que no lo entiendas. Ya no importa si quiera si estás ahí, porque estás ahí. Y regresaré la mirada a ti con los ojos nublados. Puedo olfatear mi propio miedo en la esquina de atrás de tu cuello. Es un oasis en medio de la lluvia. Guayaquil se inunda en gemidos fríos, pero ahí estás tú para guardar silencio. Tus exhalaciones son oasis en medio de la lluvia y el calor. Esta ciudad lleva oliendo tanto tiempo a lo mismo. Pero ahí estás tú para imponer tu nombre, entre cientos iguales. Cuando tu nombre se empareja con tu cuerpo vuelves a ser un terreno inexplorado, ilegible, intransitable. Por eso mis odiseas se asemejan a las espirales. Todo a causa de tu nombre.